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El presente es el lugar en el que las inteligencias se tocan


¿Cómo puede ser que el cosmos natural esté tan asombrosamente interconectado y que, sin embargo, la mayoría de seres humanos nos sintamos alejados o ajenos al resto?

La naturaleza es ecológica porque es inteligente y eficiente; está llena de orden, belleza y armonía. Sus diversos ecosistemas y los seres vivos que los constituyen están en constante conexión y diálogo.

Nada se desperdicia ni pasa desapercibido, siempre hay alguien o algo aprovechando la energía disponible para nutrirse y crecer. Todo está en constante escucha y un cambio en una parte del sistema necesariamente conlleva un cambio en su totalidad.

Sin embargo, en el caso de nuestra mente humana, cuando nos miramos a nosotros mismos o al mundo que hemos creado, la mayor parte somos forasteros en medio de esa sinfonía natural.

Nos miramos y decimos: "hay algo erróneo en mí, mi vida tendría que ser diferente, me siento incompleta, no le encuentro sentido a lo que hago". En definitiva, "no soy quién debería ser".


¿Acaso un roble que crece en un bosque es menos roble que el de al lado?

¿Te lo imaginas un día replegando sus raíces para mudarse a otro bosque porque ahora quiere ser un abeto?


Este tipo de cosas no ocurren en la naturaleza, tan solo en la mente humana.

Andamos extraviados buscando la forma correcta de vivir. Anhelamos recuperar esa armonía con el medio y con el otro, ya sea interna o externamente. Necesitamos el equilibrio y la estabilidad; queremos que lo agradable dure y perviva.


¿Cómo recuperar esa inocencia que nos haga sentir parte integrante de algo más?

¿La hemos perdido para siempre?

¿Cómo vivir de un modo integrado y sostenible con nuestro medio?

¿Queda algún rastro de la frescura de la creación en nosotros?

¿A caso la inteligencia que hace crecer la hierba no es la misma que te hace crecer las uñas?

¿Tan diferente late el corazón de un ciervo del mío?

¿Cómo mirar al mundo con los mismos ojos con los que la vida mira a través de un recién nacido?


Cuando estamos plenamente concentrados, cuando atendemos al presente de manera franca y espontánea, nuestra forma de ser se anida y se acurruca con la del resto de seres. La inteligencia que nos hace ser quienes somos se afina y comparte tonada con el resto de la creación y, durante esos instantes, nos abanderan las mismas fuerzas de existencia.

Solo en el presente somos naturales, psicológicamente ecológicos, sin ningún tipo de aditivos ni egoísmo; y lo que allí se expresa, la forma en como nos comportamos, resume la expresión de nuestras habilidades innatas y de nuestros dones.

Cuando estamos concentrados, aquello que nos hace ser lo que somos, que impulsa lo que sentimos y lo que hacemos, tiene la misma fuerza que un amanecer o que un vendaval en una tormenta.


El presente es el lugar en el que las inteligencias se tocan.


La ruta más directa hacia nosotros mismos es la concentración


¿Has oído últimamente expresiones como: “fluye con la vida” o “fluye con tus emociones”?

¿Sabemos qué significa realmente fluir?

¿De dónde proviene esta expresión?


Obviamente está relacionada con el agua.

Por un lado, tiene que ver con su calidad. El agua estancada que no se renueva, se empobrece y nos hace enfermar. Por el contrario, el agua que fluye y que está en movimiento, suele estar más oxigenada y es más apta para su consumo. Los que tengáis un gato seguro que le habréis visto subirse al lavabo para beber del grifo o de una de esas fuentecitas automatizadas.


Por otro lado, fluir tiene que ver con el hecho de que el agua siempre tiende a encauzarse por el lugar de menor resistencia. En cuanto encuentra un lugar por el que poder desbordarse o escurrirse, lo hace, no espera, no busca segundas opciones; y siempre responde del mismo modo.


Esta respuesta de menor resistencia también la encontramos en las trochas de los animales. El verano pasado estuve acampando en un hayedo durante días y encontré una de las sendas que usan los ciervos. Comencé a seguirla hasta que comenzó a adentrarse en una cara bastante vertical del monte, llena de pequeñas gargantas que había que ir sorteando.

Me impresionó cómo los ciervos habían escogido los mejores sitios de paso. Subiendo y bajando, corrigiéndose y adaptándose, su sendero sorteaba sin peligro y de la forma menos cansada cada collado y cada cresta.

Nosotros hacemos lo mismo. Si habéis estado en Pakistán o Perú, habréis visto lo bien escogidas que están las curvas y los pasos de altura que cruzan las cordilleras. Siempre buscan el lugar de menor resistencia: el menos empinado, el menos peligroso, el menos expuesto, el que requiere menos recursos para su construcción, etc.


En la escalada y el montañismo suele ocurrir otro tanto. Normalmente, las primeras ascensiones suelen realizarse por lo que se llama la ruta "normal", la "clásica" o la "directa". Básicamente es la forma más fácil y/o más segura de ascender a la cima; y todas las montañas tienen una.


En el caso de la imagen, la foto muestra la forma más asequible de ascender al Matterhorn o Cervino; la ruta que más tarde pasaría a llamarse "Arista Hörnli".

Ahora bien,


¿Cómo identificar la vía de menor resistencia en nuestras vidas?

¿Acaso siempre existe una forma que podamos considerar como "la más fácil", "la de menor resistencia"?


En un monte es relativamente evidente y en el caso del agua se da de forma natural, pero:


¿Cómo educar a un hijo para que sea quien realmente es sin crear ninguna resistencia innecesaria en su desarrollo?

¿Cómo saber qué decisiones son las adecuadas cuando nos enfrentamos a algo nuevo o inesperado?


Este oculto sendero tiene un nombre, los orientales lo llamaron Dharma, la "recta acción".

Caminar por la vida inevitablemente nos pone frente a montañas o abismos que hemos de cruzar. Nos lleva ante situaciones en las que tenemos que actuar, tomar decisiones y posicionarnos.


¿Cómo actuar correctamente?

¿Qué es lo adecuado?


Por mucho que uno cierre un libro, no implica que lo haya acabado de leer. En muchas ocasiones pasamos las páginas de nuestra vida sin haber comprendido realmente lo que estaba escrito o sin haberlas leído hasta el final; y esto deja una huella, tiene un precio.


Puede crearnos insatisfacción o la ilusión de que podría haber sido de otro modo, dejarnos con el ardor de haber quemado más pólvora de la necesaria, con la sensación de sequedad por haber cortado algo más que por lo sano, con palabras en el tintero, pelos en la lengua, o con la confusión de un sí que era realmente un no.


Es como si hubiesen sucedido los hechos, pero algo no haya acabado de encajar del todo. Nuestra mente registra cierta tensión, como el tirón que sientes cuando cruzas por unas zarzas y se te enganchan las espinas en el abrigo. Algo ha habido de más, algo que sobraba o faltaba, que no ha sido totalmente auténtico.


Y, sin embargo, hay situaciones por las que pasamos de una manera liviana y ligera o también intensa y vertiginosa, pero que, al traspasarlas, es como si no nos quedásemos con nada de ellas, como si nos hubiésemos vaciado (o llenado, según se mire) y lo hubiésemos dado todo.


Cuando respondemos con el corazón en la mano, sí podemos decir que hemos pasado página. Pero este acto de comprensión o de aceptación no es algo que haga uno. El pasar página va implícito en el propio acto de leer. Es decir, cuando uno realmente lee, no puede no pasar página, es lo natural, es la forma más directa de llegar al siguiente párrafo.


Es cuando nos saltamos palabras, cuando las sustituimos, cuando nos inventamos otras, cuando las tachamos o arrancamos, cuando nos escondemos de ellas, que llegamos a cierto punto de la historia en el que nos toca volver atrás para tratar de releerlas porque son ellas las que construyen la historia y no otras.


¿Cómo vivir de una manera justa y certera, sin que la vida pese ni nuestras acciones aplasten a otros?

¿Cómo vivir libre e impecablemente?


La respuesta, aunque escribirla aquí es muy simple, es más resbaladiza que la roca de Sísifo:

Vivir sin yo.

Cuando estamos plenamente concentrados en el presente, el yo se deshace y se cae de la percepción igual que una galleta demasiado untada en leche caliente. En el estado de concentración sigue habiendo individualidad y experiencias, pero su saber y su aprendizaje no se recogen a través de un recipiente psicológico personal, sino presencial. En esos momentos no bebemos de la vida en un tazón, sino a morro.

La ruta más directa hacia nosotros mismos es la concentración.



Sin presente no hay blues


La palabra blues significa muchas cosas.

Están los llamados Blue Devils, o efectos del delirium tremens que causa la abstinencia del alcohol. Luego están las fiestas que la gente se pegaba mientras se saltaba la ley seca o Blue Law, que impedía beber alcohol durante los domingos. Finalmente, "tener el blues" vino a estar significar un estado de depresión, agitación o soledad intensas.


Aunque el origen de este género musical tiene mucha relación con los trabajos forzados, la discriminación y la falta de igualdad social, curiosamente, su impacto sobre muchas personas produce una sensación de libertad y supone una vía de autoexpresión.


Cuando el blues suena lo hace mostrando la pasión de quien lo canta. Es una actitud ante la vida y ante las dificultades en la que, sean cuales sean las adversidades o la dureza con la que el poder aseste sus golpes, las ganas de vivir y de amar pueden aún más. El blues es una forma de dar cuenta de lo que uno siente y es renunciando constantemente a morir a un solo palo con las cartas aún en la mano.


Pese a las circunstancias que nos rodeen, su ritmo y su carácter desahogan y canalizan todos esos sufrimientos acumulados de un modo constructivo y creativo. La improvisación y la sincronización, la corporización del sentimiento y su aceptación, su comunicación o el poder compartirlo y darle forma; todo ello queda integrado dentro de la música blues permitiendo a la persona distanciarse de ese sufrimiento, asimilarlo y metabolizarlo.


Pero,


¿Qué hay detrás de estos procesos?

¿Es algo exclusivo del blues?

¿Sólo puede hacerse con la música?


El blues no puede producirse a voluntad, uno no puede esforzarse por entrar allí ni puede forzarlo. Más bien es al contrario; el blues resulta liberador porque quien lo toca es libre mientras lo hace. Cuando logramos ir más allá de las barreras de nuestra mente-corazón, lo que suena en esos instantes es blues.


Hay algo que todos los músicos fundidos en la música tienen en común: que están concentrados. Pareciera que son la misma persona que cuando piensan o divagan, pero en realidad no es así. Cuando están fluyendo en el presente a través de la música, ellos a su vez son un instrumento. No son los creadores de su mundo, sino vías a través de las que se expresa la música en sí misma.


¿Cómo puede controlarse una improvisación si precisamente improvisar significa lanzarse a lo desconocido?

¿Cómo sentir que es uno quien crea la música si cuando está totalmente concentrado ella nace y resuena desde un lugar que está más allá de su mente?


Cuando la atención está completamente concentrada en el aquí y el ahora, nuestras reacciones son especiales: carecen de sentido del yo.

En el presente, la inteligencia de la persona, su individualidad y sus habilidades innatas permanecen; pero todas aquellas variables personales que al experimentarlas limitan y desvanecen la autoexpresión y la espontaneidad tienden a desaparecer. Lo único que puede germinar y arraigar en el presente es la inteligencia innata de las personas, no su personalidad.


El blues es la forma en como se vive cuando la vida se mira a través de la óptica del presente. Tal como el sol seca la ropa húmeda, la concentración y la comprensión desprenden el sufrimiento de la mente. Por eso, en esencia, toda persona que realice cualquier acción de forma plenamente concentrada “got some blues”.


Y es que, sin presente no hay blues.




La concentración reúne lo divino y lo humano


Aunque no nos demos cuenta, el sol es el centro de nuestra vida.

Si él no estuviera, todo cuanto conocemos se iría al traste y nosotros con él. Gracias a que nos cuida y nos da tanto, estamos aquí. Es por eso que siempre se le ha asociado con la figura del padre que produce y provee.


Todo cuanto nos impulsa a estar vivos proviene de él: la fotosíntesis, la lluvia, el petróleo, etc.

Y además, ¿qué sería de una vida sin vacaciones, y de unas vacaciones sin sol? Curiosamente, el hielo de los cubatas y el aire acondicionado que nos ayudan a sobrellevar su calor, también proceden de la energía generada por uno u otro de sus derivados.


Pero su importancia, además de biológica, también es psicológica.

Cada día y cada primavera la humanidad lo ha esperado y lo ha seguido hasta su cénit con una sensación de renacimiento, esperanza y confianza.


Todas estas impresiones, asociadas a la supervivencia de cuanto amamos, han ido estratificando en nuestra mente un poso de formas arquetípicas de plenitud e integración. El sol ha sido investido con títulos como: lo divino, el centro, el creador, rector, padre, principio de orden, ley, protector, el que mora en lo más alto, el mandala.

El Rey León con su corona de rayos de oro se ha convertido en un símbolo del sí mismo, es decir, de aquello que somos conjunto a todo lo que es.


Su sabiduría y conocimiento tienen el poder de construirnos y, cuando su aprendizaje nos llega, es por irradiación; como si nos alumbrara en la oscuridad de la ignorancia. Tal vez hayáis escuchado la famosa frase de Nikola Tesla:


"Mi cerebro es sólo un receptor. En el Universo hay un núcleo de donde obtenemos el conocimiento, la fuerza, la inspiración. No he penetrado en los secretos de este núcleo, pero sé que existe".


U os suene algo parecido a lo siguiente, de La República de Platón:


"Como el bien es en la región inteligible con respecto a la inteligencia y lo que es inteligido, así es el Sol en la región de lo visible con respecto a la visión y lo que es visto".


Oriente también ha utilizado la figura del sol para conceptualizar y ejemplificar dos realidades sobre la mente y la percepción humanas.


La primera metáfora es la del SOL Y LA LUNA.


El sol representa la conciencia y la luna representa la mente. Es decir, son dos entidades distinguibles.


"La ciencia occidental, todavía no aclara del todo la relación entre mente-conciencia. Ambas ocurren en el cerebro y ambas son codependientes:
la conciencia necesita a las funciones mentales (planificación, toma de decisiones, cognición social, etc.) para expresarse, y al mismo tiempo, las funciones mentales operan gracias a que hay una conciencia que las alumbra."


Sin embargo, para oriente la conciencia es una dimensión que está más allá de lo individual y que alienta todo cuanto existe. Es una fuerza de saber, existencia y amor infinita e ilimitada.


Aunque tiene un asiento en la mente del individuo, su aforo es la totalidad de todo cuanto es: está en las partículas subatómicas y en los confines donde el universo sigue expandiéndose; en el milagro de la vida unida y en la chispa que permite que sepamos y seamos conscientes de que somos.


"La conciencia está entrelazada con todo y la vez nada la atrapa, la limita o la contiene. Ella ya estaba antes de la creación y nunca dejará de estar."


Por otro lado, la luna se refiere a la percepción mental que comúnmente tenemos, limitada por nuestra memoria y por nuestros sentidos.


Cuando nosotros conocemos al mundo, no lo conocemos todo al mismo tiempo, sino que percibimos fracciones. Nuestra mente solo nos permite percibir una parte del pastel: percibes tu habitación, pero no la cocina; ves la pantalla de tu ordenador o de tu móvil, pero no ves lo que hay detrás; percibes este momento, pero no lo qué ocurrirá en una hora, etc. En primera y última instancia, nos vemos como una parte diferente del mundo y de los demás. Lo que somos es distinto del mundo que observamos.


"Existir como individuos conlleva cortar un trozo de tarta y experimentarlo. Cada trozo requiere de un experimentador y supone una experiencia concreta."


Ahora bien, lo paradójico es que mientras percibimos de forma limitada tan solo un pedazo de realidad, aquello que alumbra nuestra percepción y que hace que ésta exista es precisamente esa entidad continua e ilimitada que yace oculta tras los velos de nuestras fronteras mentales.


Es decir, para oriente, la mente-luna (como representación de la percepción mental limitada) no posee una luz propia, no brilla por sí misma, no es "Lo Real" o esencial, sino que es la fuerza de la conciencia-sol, la que le otorga esa posibilidad. Somos algo y todo lo restante al mismo tiempo, porque la luz que nos hace ser es la misma que hace ser a todo lo demás, solo que, al verse reflejada en la mente, hace que la existencia se difracte en un perceptor diferente del mundo que observa, en un sujeto que se siente distinto de los objetos que percibe.


Pero aún hay más:


“El sol carece de sombra mientras que la luna tiene muchas caras.”


La mente-luna, mientras refleje la luz del saber del sol, nos permite ser individuos conocedores de nuestra porción de tarta, aprender del mundo y de nosotros mismos, crecer y descubrirnos. Pero cuando nuestra atención se deriva hacia lugares alejados del presente y alejados del brillo de su saber, es como si rotásemos e ingresásemos en las caras oscuras de la luna buscando la luz donde solo hay espejismos, asumiendo que los reflejos de otros cuerpos celestes son soles a su vez.


Es decir, dentro de nuestro pedacito de realidad presencial, pueden crearse otros pedacitos más pequeños, a los que llamamos identidad, personalidad, personajes, máscaras, voces interiores, etc. Estas fracciones, al igual que los ciclos de la luna, van y vienen cíclicamente dando concierto a que haya días en los que estamos lúcidos y otros medio dormidos, a veces contentas y otras tristes, ahora te deseo pero cuando acabes márchate, en el nuevo año me disciplino y dejo el vicio pero mientras tanto es virtud, etc.


Nuestra vida y nuestra identidad no son estables, cambian constantemente, produciendo todo tipo de estados emocionales, ideologías, opiniones, anhelos, amantes, viajes, enfermedades, instagramers y traders de bolsa. Esta sucesión de figuras psicológicas es debida a la mezcla que se produce entre nuestra mente y el sentido protagónico, cuyo resultado es el yo o ego.


El egoísmo es como el papel de celofán, que lo envuelve y lo encapsula todo para que aguante en la nevera. Así, nada más despertar o en cualquier momento en que nos despistemos o identifiquemos, pueden aparecen los juicios y el diálogo interno. A unos nos elevan y a otros nos hunden, nos azuzan a seguir adelante tirando de un carro en llamas o nos entretienen y gratifican volviéndonos perezosos. Sin embargo, tarde o temprano todos nos topamos con el sufrimiento y buscamos una salida, algo que nos saque de ese estado y nos devuelva algo de paz.


Es en este momento, cuando entra en juego la segunda metáfora, la del SOL Y LAS NUBES.


¿Cómo es posible que ahora me sienta hecho un asco y mañana por la mañana ya esté mejor, siendo que ni mis problemas ni mi vida han cambiado?

¿Cómo es que una misma situación a veces nos afecte mucho y otras veces ni nos mueva?

¿Por qué si dentro de mí existe una gran variedad de estados mentales, no los veo todos al mismo tiempo, sino que cuando veo uno dejo de ver a los restantes?

¿Cómo puede ser que dentro nuestro haya impulsos a hacer cosas que en realidad no queremos hacer?



Desde oriente, lo que se dice es que no hay nada que uno pueda hacer por ser lo que ya es; la luz del sol. Es la errónea identificación con los espejismos mentales la que genera un sentimiento de carencia e incompletud; las nubes. Cuando los espejismos o nubes se descorren, la única posibilidad es tirarse por el tobogán del darse cuenta y dejarse llevar directamente hasta el conocimiento de lo Real.


Lo que uno ya es, es la luz de sol, esa participación del infinito que todos tenemos dentro, el Atman. Y los estados mentales son como nubes que lo tapan.


Ahora bien,



¿Qué hacer por llegar allí?

¿En qué dirección he de esforzarme para recuperar esa felicidad o bienestar?

¿Qué tenemos que hacer para que reaparezca la luz del sol en los momentos en los que el egoísmo aprieta con su garrote vil?




La respuesta es nada. No hay nada que pueda hacer una nube para descorrer la sombra que produce, la única opción es desaparecer ella. Cuando aparece la nube, aparece una porción de mundo asociada a ella, una sombra a la que aparentemente no le llega la luz del sol.


¿Qué tendría que decirle la sombra a la nube para que se apartase y le dejase ver el sol?
¿Acaso no se da cuenta de que, si la nube se desvanece, ella, en tanto que sombra, también desaparecerá?


Cuando nos identificamos con el yo, somos como una sombra que quiere ver al sol sin dejar de ser sombra, y eso no es posible. Para que haya una sombra, ha de haber un objeto que se interponga y tape al sol, y ese objeto, esa nube, es el yo.


Esto es lo que significa esta metáfora: mientras el yo surja en la cognición, inevitablemente generará sombras y vacíos personales. Nuestra personalidad nunca podrá hacerse tan grande como nuestra individualidad y menos aún del tamaño de la creación misma.


Identificándonos con el yo en nuestra mente, buscamos la respuesta a sus preguntas, la forma de ser que lo colme y lo haga sentir completo. Pero eso es imposible por definición. La parte nunca será el todo. Lo que sí podrá hacer es, en vez de sentirse y verse como fracción separada, integrarse cognitivamente con el todo al que pertenece; seguirá sintiéndose parte, sí, pero parte del todo.


“Al infinito no se llega contando, sino dejando de ser exclusivamente un número.”


Cuando nos concentramos el yo desaparece de la percepción como una mancha de vino en un mantel. No es que el yo de paso al mantel, sino que el mantel ya estaba, siempre ha estado, es el yo el que se va. La concentración escampa al yo del instante y lo que se revela es la consonancia de lo que realmente somos con todo que todo es.


La concentración reúne lo divino y lo humano.